lunes, 23 de noviembre de 2009
Pian Piano
El ritmo de vida Posmodernista hace que bastante habitualmente pasen desapercividos los realmente placeres de la vida, que no son más que aquellas cosas pequeñas que hacemos por placer y no por obligación.
¿Dónde han quedado aquellos días en que éramos pequeños y desayunábamos mientras veíamos los dibujos por la tele? ¿O las tardes en las que merendábamos leche con galletas Cuétara organizándolas según los dibujos? A mi edad, me parecen días ya lejanos... Es triste admitirlo, pero hace tiempo que dejé de dedicarle tiempo al disfrute de las cosas exiguas y me vendí a las preocupaciones del día a día: de la planificación del estudio, de los ritmos del trabajo, de la cordinación embrage-acelerador, de los precios en el supermercado,... Regalé, en cierta medida, mi espíritu crítico a los grandes problemas trascendentales olvidándome de cuestiones nímias que, en realidad, pondrían la guinda al pastel.
Mucha gente piensa que el Ser Humano no cambia con el paso de los años, sino que se modifica. Yo no sé, sinceramente, si he cambiado o no pero lo que puedo afirmar con total sinceridad es que, en parte, mi capacidad de asombro se ha convertido en indignación, resignación y desencanto. Es triste que los años te enseñen que la cualidad se esconde en el equilibrio, en la relatividad. Parece indispensable que seamos respetuosos, tolerantes. Pero, desgraciadamente, esa misma tolerancia es la que nos lleva a cruzarnos de brazos y no hacer absolutamente nada. Ni como individuos ni como seres sociales. ¿Cuál es, entonces, el camino a seguir si en la Postmodernidad no hay más que contradicciones? Supongo que el camino ideal sería el ser justo con uno mismo pero si seguimos a Ortega y recordamos aquello del “yo soy yo y mis circunstancias” ¿cómo narices haremos prevalecer nuestras ideas por encima de los intereses globales?
Es triste admitir que al hacernos mayores nos convertimos en estructura, en un simple número de un entramado social en la que sólo tomamos cierta relevancia cuando nos necesitan. El resto del tiempo es mejor no llamar la atención.
Recuerdo la primera vez que mi padre me llevó a la Gran Vía. Aún tengo en la mente grabada la sensación que tuve cuando, al salir de la boca de Metro, vi todos aquellos edificios, gigantes ante mí, que parecía que en un momento u otro me aplastarían. Miré a mi padre y me sonrió (estoy convencida de que él siempre ha tenido la capacidad para leer mis pensamientos, incluso ahora). Aquello representaba un mundo inexplorado para mí, un mundo colosal, casi amenazante, que me invitaba a hacerme mayor rápidamente para poder explorarlo por mí misma. Ahora, muchos años después, cuando paso por la Gran Vía aquella sensación ha quedado reducida a una simple reminiscencia, y lo que antes me transmitía mundo, ahora me trasmite globalización. Y esa globalización me hace volver a querer ser pequeña, en la misma proporción que la inconsciencia de hace años me hizo querer ser mayor.
No soy de las de “tiempo pasado fue mejor”. Creo que son falsos romanticísmos que consuelan a los que pasan (y quieren hacerlo) por su vida de puntillas... Pero, de lo que no cabe duda, es que la ignorancia, la inocencia, la ingenuidad infantil, nos hace ser mucho más felices. Por lo menos en mi caso.
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