jueves, 18 de marzo de 2010
Un político muy extraño
El ser humano es extraño. Cuánto más nos lo planteamos y más intentamos reflexionar en torno a él, más extraño nos parece. El grado de rareza podría equipararse, casi, al de la política, que nació como medio de organización social y a lo largo de la historia ha provocado desigualdades, conflictos e, incluso, dramas. Por lo tanto, haciendo una suma, el político es la cosa más inexplicable que conozco.
Basémonos en los ejemplos, que tenemos muchos. Nos encontramos con líderes del PP que apuestan por la privatización de estructuras públicas como pueden ser el transporte, la sanidad o la educación pero que luego se ofenden cuando alguien insinúa que su partido se sitúa a la extrema derecha. O tenemos también el caso de Berlusconi, para el que su vida amorosa y sexual (como buen italiano) ocupa el primer eslabón en su lista de prioridades. Entonces, claro, se puede entender que Il Cavaliere deba elegir entre hacerse un lifting o asistir al foro de la ONU. Creo que todos recordamos lo que Papá Silvio eligió en su día.
Al otro lado del Atlántico tenemos a Hugo Cháez, que parece abrumarle tanto como a mí el gusto que profesa la burguesía venezolana para decorar sus casas y elegir sus vestidos, y por eso promueva lo que él denomina "socialismo del siglo XXI". Sin embargo, no le está saliendo bien: más que nada porque desde que llegase al poder en 1999 a esta parte, los posados en "Hola" de sus súbditos mejor posicionados no han cesado pero lo que sí mengua, y cada vez más, es la simpatía que el resto de ciudadanos planetarios sentimos por Venezuela.
Pero creo que es un sentimiento recíproco ya que Chávez se ha propuesto confinar a su país del panorama internacional a base de sonadas polémicas y medidas de control irrisorias en el contexto político-económico mundial contemporáneo. Ello puede ser consecuencia de que al señor presidente de la República Bolivariana de Venezuela jamás le enseñaron aquello de que debía de tener cuidado a la hora de elegir las amistades ya que (remitiéndome a los hechos) Fidel Castro ha demostrado, a lo largo de los años, que no es el compañero ideal con el que fundirse en un abrazo el día antes de tu boda. Es más bien ese tipo de colegas que te incitan a llamar a los timbres a las tres de la mañana y salir corriendo, o el que te pone por primera vez un cigarrillo en la boca. Y una vez que descubres que ese tipo de actividades resultan mucho más divertidas que una sesión de cine o tomar un refresco en una terraza, se entra en un círculo vicioso del que no se puede salir, y que sólo se cerrará cuando la dichosa circunferencia explote por alguna parte.
Eso es precisamente lo que pasará en Venezuela ya que la democracia que puso en el poder a Chávez ha permitido que éste la modificase tanto para que ya no la reconozca ni su madre. Aunque ya dice el refrán que no hay más ciego que el que no quiere ver aunque de lo que padece Chávez, más que de ceguera, es de obcecación.
Desgraciadamente sentirse como la reencarnación del mismisimo Marx y de su admirado Lenin ha hecho que poco a poco llevase a Venezuela no al aislamiento (que, a comparación, sería preferible) sino a la marginación. Y no creo que la jugada pueda traer unos beneficios más positivos que la creación de la enemistad social y la imposición de calificativos a su Gobierno como retrógrado, obsoleto y kitch.
Porque los políticos del siglo XXI parecen desconocer que la virtud está en el equilibrio. Que la consonancia es el ingrediente estrella que permite hacer el mundo más llevadero. Y esto no sólo es política, sino que también es filosofía y salud social. Por eso, la línea de actuación de Chávez, unida a su empatía internacional resultan, como mínimo, peligrosas. Chávez debería cerrar sus discursos aludiendo a esa famosa de Groucho Marx que decía aquello de: "A quién van a creer ustedes, ¿a mí o a sus propios ojos?" Entonces, el pueblo venezolano recordaría que muerto el perro se acabó la rabia.
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