martes, 9 de marzo de 2010

Estética demagoga


Mientras que los que nos dedicamos a labores más mundanas tenemos que aprender a vivir con el miedo a la muerte, el arte se ha encargado de convertirla en algo estético. Suicidios sonados que acompañan a los grandes genios hasta el punto de que alguien dijese, alguna vez, que “los mejores artistas no nacen, se suicidan”.

Pero no tenemos que pecar, tampoco, de radicalidad. Ni por un lado ni por el otro. La muerte es algo que acompaña al hombre desde el inicio de su existencia, quizá la meta que justifica el hecho de vivir. Resulta triste, sí, pero no nos cabe otra que aceptarlo. Incluso las religiones orientales, mucho más hedonistas, admiten la muerte como el final de un estado, dejando abierta la puerta a la teoría de la trasmigración de las almas de Upanishade. Pero somos muchos los que somos incapaces, también, de encontrar el sentido filosófico o artístico a la muerte, por eso es lícito y plausible no entender que alguien desee morir.

Es fácil posicionarse a favor de cosas cuando nos están lejos. Defender el derecho a perecer resulta progresista, y los seres sociales vivimos marcados por modas. En tiempos de Joyce, la muerte era un acto romántico y casi estético. Jeanne Hébuterne se tiró por la ventana, embarazada de nueve meses, de su apartamento de la rue Amyot de París por amor a Modigliani. Más tarde, en pleno movimiento de la Gauche Divine, sería Alberto Greco el que se suicidara y con su propia sangre, en su último cuadro, escribiera la palabra “Fin”.

Amenábar convirtió la historia de Sampedro en un Óscar, teniendo la mala (o buena, quién sabe) fe de incluso dedicárselo. Intentó desdramatizar la muerte de una manera que tan sólo los más optimistas se podían creer. Porque mientras que el arte retrata la muerte como liberación, los demás no somos capaces de verla más que como expiración.

Por lo tanto, es fácil comprender ambas posiciones. Aquellos que abogan por ennoblecer la vida a través de la dignificación de la muerte, y aquellos que la ven como una ruptura total con los vínculos terrenales, incluyendo aquí padres, hermanos, hijos, amigos o todos ésos otros humanos que te quieren. Esto también resulta romántico, aunque no necesaria y desgraciadamente esteta. Al fin y al cabo, el arte siempre ha sido algo subjetivo.

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