sábado, 6 de marzo de 2010

Retal 1 de un capítulo primero


“Recuerdo haberla pedido que no tuviese en consideración las últimas palabras que le dije antes de que nos despidiésemos. Creo que no me di cuenta del daño que le había hecho hasta meses después, cuando en una habitación con vistas al mar me la imaginé paseando por la arena, con un vestido blanco de flores amarillas y el pelo volándole al viento.
Estuve contemplándola, al menos, durante una hora. Creo que fueron durante esos sesenta minutos cuando supe que había sido un estúpido y que, aunque hasta ahora no lo hubiese pensado, la echaba muchísimo de menos. Añoraba la sonrisa con la que esperaba un postre de chocolate, cuando se despertaba por la mañana, enfadada por despertarse, y por inercia se acercaba hasta la ventana a comprobar si llovía; recuerdo lo mal que cantaba, pero el empeño que le ponía, y me acuerdo, incluso, de su odiosa manía de leer cuatro o cinco libros a la vez.
Yo la conocí sin querer conocerla. Se cruzó en mi camino sin más, cuando yo no la necesitaba. Odie que apareciera en el momento inadecuado, cuando yo me había acostumbrado a mí y a los excesos con mis amigos pero, sin embargo, poco a poco se me fue haciendo indispensable. Recreamos muchas veces el instante en el que, en aquel restaurante de las afueras, Iván la cogió de la mano, la acercó a mí y me la presentó. Yo me quedé embobado con sus ojos y no fui capaz de pronunciar una sola palabra. Mi amigo me dijo que si era un idiota pero ella, únicamente, pronunció un: “bueno, pues nada, no nos conocemos”. En ese momento se me pasó por la cabeza, por primera vez, el besarla pero no lo hice. Intenté ignorarla durante toda la noche, pero no lo conseguí. Cada vez que ella hablaba, cada vez que ella sonreía captaba mi atención de manera automática. Fue entonces cuando me di cuenta de que Iván tenía razón y que yo era un estúpido, pero tenía que existir la forma de poder arreglarlo. Aunque no sería esa noche porque ella, al contrario de lo que pasaba a mí, parecía haberme obviado y lo único que hacía era dedicar caricias y besos fugaces a Víctor, el tipo que yo más odiaba en mi vida, el tipo al que había odiado desde preescolar.
Pero algo ocurrió entonces que me hizo encontrar un nimio recoveco de luz entre tantas sombras angustiantes. Algo sucedería después que me bajó de nuevo hasta su caótico mundo de libros de Bukowski y películas de Godard. Pero no sería hasta horas después cuando yo lo sabría. Cuando el señor Oliva atravesó la puerta de aquel restaurante al que fue, expresamente, para hablar conmigo…”

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